Todos los días de sus vidas la muerte se cruza en sus caminos; se ocupan de embellecerla. En diálogo con Télam, los tanatopractores Daniel Carunchio, Mario Figueroa y Lorena Reami reflexionan en torno a este oficio -todavía envuelto en tabú pero con una popularidad creciente- de conservar, reconstruir y acondicionar estéticamente cadáveres a pedido de los deudos, al punto que ese “homenaje final” llega a representar hasta el 60% de los servicios funerarios que algunos de ellos prestan.
“La tanatopraxia es el arte de borrar los signos de la muerte en un cuerpo y postergar su descomposición”, define Carunchio (58), el tanatopractor más conocido del país, por cuyas manos pasaron -asegura- unos 50.000 cadáveres. Más de tres por día durante 40 años.
Desde el momento en que una persona muere, el cuerpo se entrega al irrenunciable proceso de su descomposición.
En menos de tres horas, comienzan a aparecer los primeros signos cadavéricos. El cuerpo se enfría y adquiere una incipiente rigidez, los labios y párpados se contraen, las facciones del rostro y el cuello se tensan, las manos se engarrotan. Entre las 24 y 36 horas, sobreviene la putrefacción. De postergar este proceso por un tiempo determinado -el que dura un velorio, una repatriación o el procedimiento de mayor complejidad que sea requerido- es el propósito de la tanatopraxia.
“La cuestión es poder lograr en la persona una expresión natural de descanso en paz, que pueda ser despedido con la imagen más apacible posible”, apunta Carunchio mientras camina enérgico hacia su laboratorio, en la parte trasera de la cochería en la localidad de Boulogne, en el norte del conurbano bonaerense.
En el centro de la sala hay dos camillas de acero inoxidable de las que se desprenden tubos de desagüe de sus esquinas. En las distintas repisas, los instrumentos quirúrgicos y las decenas de frascos con sustancias químicas a base de formol se mezclan con los esmaltes de uñas, máquinas de afeitar, peines y rubores.
Las instancias son tres: limpiar y desinfectar el cuerpo primero, inyectar los líquidos para su conservación después, y acondicionar su estética con maquillaje y ceras especiales por último.
“El tratamiento para la conservación no es complejo; funciona como una suerte de diálisis. Con un sistema de bombeo, se reemplazan los fluidos sanguíneos, que son lo primero que se descompone y generan una coloración azul, grisácea o morada de la piel”, explica Daniel. Con su dedo índice se marca la carótida, en su cuello: “Una incisión de dos centímetros acá y ya está”, dice.
A través de una sonda, ingresan por la arteria alrededor de 12 litros de distintas combinaciones de alcohol metílico, cloruro de sodio, glicerina, lanolina, heparina, colorante y otras sustancias desinfectantes y conservantes que recorren todo el sistema circulatorio y venoso para finalmente extraer la sangre del cuerpo.
“El procedimiento no dura más de una hora. Mientras tanto yo voy dando masajes en distintas zonas para liberar la rigidez cadavérica con la temperatura de mis manos”, detalla.
El resultado: un cuerpo preservado sanitariamente, con su “color natural”, que “no se va a descomponer ni expedir líquidos ni olores indeseados” durante el funeral.
“En nada se distingue de un embalsamamiento, pero en Argentina cambiamos el nombre porque la gente creía que embalsamar era abrir el cuerpo, sacar los órganos y llenarlo de paja. Es lo que creían que le habían hecho a Evita, pero eso es taxidermia, lo que se hace en animales. Embalsamar es otra cosa”, explica con tono seguro.
Es que fue él mismo quien importó la técnica de Estados Unidos a Argentina en la década de 1980, cuando recién iniciaba su carrera en la cochería de sus tíos, Alfredo y Ricardo Péculo.
Si bien no hay registro de la cantidad de tanatopraxias que se realizan en Argentina, los especialistas aseguran que “es bastante más popular de lo que se cree”.
“Cuando recién empezamos, había mucha reticencia. Hacíamos algunas gratis para que las familias vean los resultados, dos o tres tanatopraxias por mes”, recuerda por su parte Mario, tanatólogo tucumano, el primero en practicar la técnica en el noroeste argentino.
“Ahora hacemos entre 80 y 100 por mes, que representa el 50 o 60% de los servicios que hace la funeraria”, agrega Figueroa, que ya lleva dos décadas en la profesión.
Su sueño era ser médico pero en el 2000 el banco donde trabajaba para costear sus estudios cerró y Mario se quedó sin trabajo.
Así llegó a la empresa funeraria Flores, en el centro de la capital tucumana, primero como vendedor de seguros de sepelio para luego especializarse -aprovechando sus conocimientos médicos- en tanatopraxia, con capacitaciones en Guatemala y España.
“Fue impactante al principio, me daban pesadillas, soñaba con sus rostros, era mucho estrés. Pero a la larga, lo que me llevó a seguir adelante con este trabajo fue la vocación de servicio que siempre tuve”, expresa en comunicación telefónica con Télam.
Habla lento y calmo cuando se refiere a su trabajo: “Lo que hacemos es algo muy espiritual, muy sentimental o al menos yo lo vivo así. En mis manos puedo tener lo que para otro es su tesoro más valioso. Sentir que uno puede hacer algo por su ser querido y aliviar un poco el dolor es muy gratificante”, reflexiona.
Cuando el cuerpo ya está dispuesto sobre la camilla y listo para ser intervenido, Mario dedica una oración con la que, de alguna manera, le pide “permiso al cuerpo” para iniciar las técnicas de tanatopraxia.
“A veces les hablo, voy explicando qué hago y para qué. Me da tranquilidad hacerlo así”, cuenta el tanatólogo. Y añade: “A veces creen que la muerte nos tiene que dar igual como para trabajar en esto. Te aseguro que todo empleado fúnebre le tiene pánico a la muerte, aunque la veamos todos los días”.
Al igual que Mario, Lorena Reami señala a Télam que aún le impactan las “muertes injustas”. Las de los “angelitos”, como llama a niños o jóvenes; las accidentales; los femicidios y otro tipo de violencias.
En 2011, fue ella quien preparó los cuerpos de Houria Moumni y Cassandre Bouvier, las turistas francesas asesinadas en Salta, un caso que “la conmovió como al resto del país”.
“Para una familia y su proceso de duelo, es muy importante que el cuerpo no presente un aspecto tan traumático, en especial aquellos que tuvieron una muerte violenta”, explica Reami, quien en la actualidad vive en Corrientes.
Y sigue: “No es sólo conservar, la tanatopraxia también es restaurar y reconstruir partes del cuerpo dañadas o incluso ausentes”. Las reconstrucciones se pueden hacer por dentro o por fuera y en unas pocas horas se logra un “aspecto normal”: suturan heridas, simulan piel con una cera especial, reconstruyen huesos rotos o partes de narices, orejas y labios que faltan.
Dependiendo del estado del cuerpo, una tanatopraxia puede valer entre $ 25.000 y 100.000.
Sin embargo, advierte Reami, hay ocasiones en que reconstruir es “imposible”.
“Tengo plasmada todavía la imagen de una madre pidiéndome aunque sea una mano de su hijo para acariciar en el velorio. Ni siquiera eso podíamos darle y debió ser a cajón cerrado. Es muy duro porque uno se da cuenta de la necesidad que tienen de ese último contacto, ese último momento”, dice aún con conmoción.
Pero acomoda la voz rápidamente y continúa: “El funerario ya no es como antaño, que se lo consideraba simplemente un ‘levanta cadáveres’, sin formación porque venía de tradición familiar. Hoy se nos exige mucho más”, señala Lorena, egresada de la tecnicatura de Gestión de Empresas Fúnebres de la Universidad Nacional de Avellaneda, que ya no se dicta más.
En la actualidad, no hay tecnicaturas ni licenciaturas relacionadas al servicio fúnebre en Argentina, únicamente cursos que dictan distintos especialistas.
“Es necesario profesionalizar el sector porque no somos un rubro cualquiera, tenemos una función social importante al coordinar el último acontecimiento social de una persona y el proceso de duelo alrededor de él”, concluye la tanatóloga.
Fuente Télam