Figura central en la comunicación de la pandemia por Covid-19, el infectólogo Tomás Orduna se jubiló en el Hospital Muñiz, donde fue jefe del Servicio de Medicina Tropical y del Viajero y puso el cuerpo, el alma y el conocimiento durante cuatro décadas en las que vivió desde el surgimiento del VIH, el cólera de los ’90, los reincidentes brotes de dengue hasta el coronavirus, y hoy admite en esta entrevista con Télam-Confiar que “la gran frustración es no haber erradicado el Chagas todavía”.
Nacido en Quilmes, provincia de Buenos Aires, Tomás Orduna (65) es miembro de la Sociedad Argentina de Infectología (SADI) e integró el comité de expertos que tuvo por misión brindar asesoramiento al gobierno nacional cuando el coronavirus se convirtió en una pesadilla.
Además de jubilarse recientemente del Hospital Muñiz, donde trabajó durante 42 años, se despidió también de su faceta académica en el ámbito estatal: se jubiló en la Universidad de Buenos Aires (UBA), donde dio clases sobre Enfermedades Infecciosas durante 31 años.
Un día después de estrenar etiqueta de jubilado, pero lejos de la calificación de personal pasivo, accede sin excusas a un mano a mano con Télam-Confiar.
Desde la lucha contra el Sida en los ’80 hasta la crisis que generó el SARS-CoV-2, pasando por el ingreso del cólera en las Américas, el primer caso autóctono de leishmaniasis en Misiones o el brote de triquinosis en Gualeguaychú, Entre Ríos, Orduna hace un repaso sobre su carrera, las conquistas y los desafíos de la salud pública, sin dejar de lado los sinsabores inherentes a su profesión como la muerte.
Télam-Confiar: ¿Qué situación crítica marcó su carrera médica?
Tomás Orduna: Creo que el momento más difícil, el más duro en lo asistencial fue desde el fin de los ’80 hasta mediados de los ’90, en la expresión máxima de la pandemia-epidemia por VIH-Sida. Entré en el Hospital Muñiz en el año 81 pensando que íbamos a curar todas las enfermedades infecciosas, teniendo en cuenta la explosión de antibióticos que había: ya teníamos tratamiento para enfermedades como la lepra, la tuberculosis, curábamos la neumonía.
Y, de repente, el impacto masivo en nuestro hospital es a partir del 87; y, desde entonces hasta 1996, fue un ‘in crescendo’ de brutal impacto donde veíamos morir personas jóvenes, lo que generaba una gran impotencia.
Tengo recuerdos de salir llorando por la puerta del hospital, manejando mi auto, porque dejaba a alguien en una situación de moribundo lúcido y con la convicción de que al día siguiente, cuando regresaba, no iba a estar esa persona.
No teníamos la posibilidad de tener la fuerza de la esperanza porque no la había y eso era terriblemente doloroso, angustiante, frustrante.
No recuerdo algo tan fuerte así en otra época hasta que llegó la pandemia de Covid.
T.C.: ¿Qué cosas hay en común entre la pandemia por Covid-19 y la de VIH-Sida? ¿Cuáles son las diferencias?
T.O.: Lo que fue el año 2020 y la primera parte del 2021, en ocasiones yo me encontraba hablando de la pandemia de Covid y referenciaba aquellos momentos de la pandemia de VIH-Sida, aunque con diferencias.
Por ejemplo, los fallecidos por Covid han sido en general de grupos etarios más grandes incluso gerontes, comparado con el Sida, que se morían pibes de 20 ó 25 años.
Lo abrumador de la pandemia de Covid, por la cantidad de personas afectadas, por todo lo que implicó, el tener que cesar las relaciones interhumanas, no lo tuvo la pandemia de VIH-Sida porque familia y amigos podíamos estar con ese paciente positivo.
La pandemia de Covid además de desarrollar un cuadro grave o provocar la muerte, le agregó la soledad. Una soledad terrible. Son dos modelos, dos situaciones diferentes, los dos tuvieron su impacto, uno más prolongado y el otro más corto en años pero con ese elemento de soledad mucho más siniestro.
T.C.: ¿Con qué enfermedades tropicales le tocó lidiar desde el Hospital Muñiz?
T.O.: En los años 91, 92, el cólera en las Américas. Fue algo muy poderoso cuando vimos su ingreso en enero de 1991 en Callao, Lima, Chimbote (Perú) después de 30 ó 40 años incluso más. En la Argentina entró de una manera muy tranquila, pocos casos y una expansión muy focalizada en el NOA. Tuvimos mucho susto pero no ocurrió lo que habíamos visto un año antes en Perú. El cólera marcó como un emergente muy poderoso para los infectólogos y yo lo viví. Fui voluntario a trabajar al norte y fui a Bermejo, Bolivia, a trabajar. Después 97, 98 se nos venía encima el dengue, recuerdo que fuimos con mi maestro y dos colegas más a Natal, Brasil, para recibir entrenamiento sobre la respuesta al dengue y en el verano del 98 tuvimos los primeros casos autóctonos en Salta, y a partir de ahí se instaló una nueva patología que, dependiendo del año, nos da dolores de cabeza como fue la primera gran epidemia en 2009, después 2016 y la del 2020 que se solapó por la pandemia de Covid y quedó desdibujada. Sin embargo, hubo más de 10 mil casos probables denunciados. Más allá de las epidemias, siempre hemos tenido algunos bolsones de dengue, con 2.000 o 3.000 casos.
T.C.: Y en lo que corresponde a Medicina del Viajero…
T.O.: Hemos tenido una constante de enfermedades exóticas, parasitarias, a veces bacterianas que permanentemente diagnosticamos con el regreso de personas de otros continentes o de áreas tropicales como el Amazonas (Brasil). Argentina está libre de malaria y en el año 2011 fue el último caso autóctono, pero siempre seguimos viendo malaria por la importación de los que viajan. Leishmaniasis en viajeros, una patología que tiene Misiones.
T.C.: ¿Existe alguna enfermedad tropical a la que le hayamos ganado?
T.O.: Yo diría que hemos concluido con la erradicación de la transmisión autóctona de malaria, paludismo, producto de quien comenzó a dar esa batalla, que fue Ramón Carrillo con su gente. En 1949, Carrillo nombrado secretario de Salud llama a su compañero de banco en la universidad, al doctor Carlos Alvarado y lo nombra director del Programa de Erradicación del Paludismo. Pasamos de tener entre 200 y 300 mil casos de paludismo para mediados de los ’40 y llegamos al año ’50 a menos de 2 mil casos en la Argentina. Ese gran triunfo del programa recién se pudo coronar en 2018, con la certificación de la Organización Mundial de la Salud y la Organización Panamericana de la Salud de estar libres de la transmisión autóctona de paludismo.
T.C.: ¿Qué enfermedad representa la antítesis de ese triunfo sobre el paludismo?
T.O.: La antítesis es no haber podido lograr la certificación de la transmisión por vector, es decir, por vinchuca de la enfermedad de Chagas. Eso es una frustración.
Nos faltó continuidad, hemos tenido muchos momentos de éxito con programas activos y momentos agonizantes, y en este vaivén no logramos lo que logró Chile en 1997; Brasil en 2006. Y en 2018, Paraguay logró la certificación de ser libre de la transmisión por vector. A nosotros nos quedan varias provincias donde puede haber viviendas donde hay vinchucas transmitiendo Chagas. Tenemos un millón y medio de personas portadoras del parásito que genera la enfermedad de Chagas y el daño directo es que un 35 % de esa masa poblacional es cardiópata. Es mucho.
*Esta nota es una producción de Télam-Confiar, una plataforma con información especializada en ciencia, salud, ambiente y tecnología (www.telam.com.ar/confiar).
(Télam, CONFIAR – Por Griselda Acuña, de la Red Argentina de Periodismo Científico).-
Fuente Télam